Tú,
vampiro,
torcerás
por el paso del Bosque Negro,
aquel
de piedras y espinas rojas
que
se despeñará
en un
río de arcilla.
Allí
tu vida se volverá
un
puñado de cenizas,
una
maraña de tinieblas aun más densas.
Las
zarzas florecerán para morir al alba,
mucho
después de la medianoche.
Al
final del atajo encontrarás
una madriguera
henchida
de telarañas
y de huesos.
Te
aguardará una tumba sin nombre,
trazos
en el fulgor de la niebla.
Y entre
esos rasos ajados
te
esperarán añejos cuajarones,
perlas
negras de tan rojas
que
urdirás con toda la sangre
vertida
en el camino.
Tomarás
ese tesoro
y a
los espejos lo entregarás:
verás
discurrir
por los azogues
los fantasmas
de todas tus víctimas
que estallarán
en vitrales al sol.
Acaso
una noche,
vagando
por los evos sempiternos,
ya no
recuerdes angustias
y las
rosas no mueran en tus manos.
Quizá
ya no ardas atravesado de amapolas,
oigas
por primera vez la voz de Dios,
ese
tañido de campanas a lo lejos.
Pero
nunca podrás olvidar,
de
tus primeros cien años, vampiro,
la
piel ardiente,
el lento
latido del corazón,
el
instante del éxtasis.
El
dulce flujo de la sangre,
el
persistente goteo de la sangre.
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