Encerrado a
cal y canto en su cabaña, da los últimos trazos a “Le Moulin de la Galette”. Retrocede
para contemplar la obra. Y se queda sin aliento: ¿se derrama sangre por los
escalones del molino? Las manos le tiemblan, de miedo o de desesperanza. ¿Cuándo
pintó esa sangre?
Y le echa un
vistazo a la paleta. La paleta, que se va tornando negra. ¿Negra de coágulos quizás?
Y el pincel pierde su forma, se extiende, cobra vida.
¿Será así la
locura? ¿Una larga cadena que arrastra hacia abajo poco a poco?
Y entonces él
recuerda vagamente a un hombre que vio hace ya dos noches en el café de la
Place du Forum. ¡Oh, en verdad que allí se podría cometer un crimen!
Pero…¿se ha
cometido algún crimen esta vez? ¿Acaso él ha cometido un crimen? ¿Por qué esa
sensación de arrepentimiento? ¿O es terror?
El pintor reúne
sus óleos y pinceles, huye de la cabaña.
Ahora pinta
al aire libre: al menos allí las únicas cadenas son las de la naturaleza. Y en
su paleta estalla el más hermoso de los mediodías, brillan aldeanos en
terracota. Y se pregunta: ¿acaso sus corazones están hechos de tierra de
siembra? Ah, él quisiera pasar su vida así, rodeado de telas que tragan
pinturas. No saberse siempre un lirio entre las espinas.
Pero el
pintor se siente absorbido por algo, alguien que lo devora en lo más profundo:
desde que Gauguin se ha mudado con él, vive a merced de un monstruo insaciable,
una sanguijuela que le arrebata los últimos restos de cordura. Y no es
precisamente Gauguin ese monstruo. ¿O sí?
El paisaje
lo llama una vez más, el color de la vida clama por inmortalidad. Lo han asido
los brezales, los ciruelos en flor se quieren enredar en su pelo. La dulce naturaleza
le promete la salvación.
Pero sólo
Dios puede salvarlo. Él bien lo sabe.
Ha pintado
el verano en oro viejo, bronce y cobre. ¡Ah, el verano! El sol, el amarillo, el
espíritu humano que sobrevive por la esperanza.
Y pinta con
el viento espoleándole los ojos. Y el sacrificio lo redime. ¿Para qué inventar
paisajes, si la naturaleza es más perfecta que esa mente insana? A veces, en
medio de la vorágine de pinturas, se detiene y se abraza: las estocadas de la
desolación, o de algo más perverso, le revuelven las tripas.
Sí, piensa, que
este viento se lleve la furia y las lágrimas. Que el viento se lleve esta
tormenta. Y deje entrar el sol.
Ah, siempre
el sol, el color de la existencia sin el mal. Pero el mal ha llegado. Y no va a
marcharse. El pintor sabe de la tempestad, quiere aplacarla. Bebe de un trago
el vino, como si pudiera beberse la tormenta. Bebe deseando olvidar.
Una tarde adivina
la catástrofe. El sol le abrasa los ojos, le muerde la piel. Filos socavando en
lo más profundo. Huye de aquel vendaval de fuego. No volverá a salir de la cabaña,
salvo por las noches. De ahora en más sólo existirán para él soles negros, como
el sol de los mineros que mancha de carbón hasta los huesos. Su nostalgia
también será la de ellos: vivir en la agonía de las sombras, nunca ver la clara
mañana. ¡Pero él posee los girasoles y, en ellos, la fiebre de los hombres, la
fiebre del mundo! Sólo necesito pintar el sol, se dice. Pintar. Eso me salvará,
me sanará.
Y soles
alucinados arrebatan los lienzos, los enardecen. La demencia le escupe un
horrible recuerdo: aquel hombre del bar le ofrece un trago, hablan acerca del
arte, hablan del sol. ¿Del sol? Y ramalazos de aire caliente le atraviesan el
pecho.
Qué extraño,
piensa, qué paradójico: dos hombres se sientan en un rincón oculto de un bar
para hablar del sol.
Y esa
sensación de que lo han vaciado: sangre, recuerdos, todo se ha ido.
Ya no cenará
nunca más con Gauguin. La carne le provoca náuseas.
Y el ansia
sigue. Cada vez más voraz. Una sed consumiendo las entrañas. Un fuego nuevo, imposible
de extinguir.
El amarillo palpita
sobre la mesa deslucida, presagia con voz pastosa: Tristeza... El rojo clama: ¡Sangre!¡Lava!¡Estallidos!
Y el artista se convierte en el segador de la guadaña; la muerte que quiere
caminar bajo el sol, provocar la oscuridad. Pero sólo deviene en noctívago:
empieza a amar la noche, a deambular ebrio por madrugadas.
Y la vida se
le sucede entre un lienzo nuevo y uno manchado. Entre nuevas pinturas y óleos
resecos. Entre pinceles sucios y aguarrás. Intenta retratar la penumbra que pronto
sabrá querer… pero sólo consigue pintar el sol, incendiar el alma con el mediodía.
Sí: que el sol se haga trizas de luz por el mundo y queme las sombras que se agitan
dentro del corazón.
Si atrapo la
locura en mis cuadros, piensa, dejará de perseguirme. Pero…¿es esto locura? ¿El
poder distinguir tan sólo el crepúsculo?
Y esboza
remolinos, olas rabiosas, garras que arañan el vacío. Pinta el sol como lo
recuerda, como jamás lo volverá a sentir sobre la piel. Desde hace varias
tardes no ha podido salir a la luz del día.
Pero la demencia
lo acecha con aquel murmullo del café nocturno. Lo instiga. Susurra al oído día
tras día: ¡Pinta, pinta, pinta!
Ya no quiero
oírte, ruega el pintor. Pero los recuerdos, tan nítidos ahora, se le aparecen
como rojos fulgores de aquella noche: aprovechando las sombras del bar, aquel
hombre del café arroja su propia silla a un lado y lo arrebata. El pintor trastabilla,
ha bebido mucho. En su borrachera, apenas alcanza a sacar una navaja. Pero ese invertido
ya le ha mordido el cuello, una oreja. ¡El beso del diablo arde en su piel, el
pecado nefando! Y después toda esa sangre…
Gauguin se
ha marchado de la cabaña amarilla, pero todavía se oye por las noches un rumor
de bestias, tiemblan sus pinceles en la caja de madera.
Nada acalla
esa voz de los infiernos. Ahora la escucha en sus venas, en sus retratos.
Una noche en
la que el hambre lo posee, deambula por el bar aquel. Busca, y una mujer (¿una víctima?), entre velos, le ofrece
una parodia del amor. Y él se acerca, la sed lo consume. Las ansias de tocar,
morder…¡desgarrar! ¿Cuándo se convirtió en un monstruo? Pero…no es de esa manera que quiere poseerla. Quiere
beberla, secarla hasta el último latido. Que la sangre de ella lave cada órgano
de su cuerpo.
Tiembla en
el atril el azul, suplica refulgente: Soledad.
Él se
ofrenda a la noche, las pinturas se le aparecen como en sueños. ¡Ah, los soles
nocturnos también son muy hermosos!
Y en sueños
también se revela la soledad, el desamor gritando, una y otra vez, que está
solo.
Que siempre
estará solo.
Eternamente
solo.
Y las
estrellas emergen de una tumba, brillos que sólo existen para iluminar la
desesperación y la súplica de los hombres. ¿Qué se sentirá vigilar sólo
estrellas hasta el final de los tiempos?
Vas a morir, murmura la voz un mediodía. Y
el óleo negro se expande en su paleta.
—Lo sabía —dice
él—. Déjame pintar un último cuadro. Pintarte, una vez más.
Y sale a
entregarse, a ofrecer su piel, por última vez, al mediodía. Sus ojos, al campo
enceguecido de luz. Sabe que esa vez será la última.
Pero ahora
los cuervos se apoderan del cuadro, lo devoran. Una mancha de petróleo
absorbiéndolo todo. El trigal se marchita en las tinieblas. Con un último trazo
de azul y negro, el artista pinta su propia muerte.
Sale al sol,
camina hacia la liberación.
El pecho del
pintor se quiebra. La bala lo desgarra. Y de esa negra marisma de sangre y de dolor,
por fin escapa la oscuridad: lo abandona la locura. Oye el graznar de los
cuervos desde el óleo fresco, se estremecen las briznas de hierba. El mediodía
le envuelve en llamas la piel, el pelo rojo.
Mientras el
pintor se desgrana en cenizas, alguien ríe a lo lejos. Reconoce la voz, el
susurro de aquel monstruo en el café nocturno.
Quiere
gritar, pero las palabras se vuelven soplos grises. Levanta el brazo que sostiene el pincel:
quiere esbozar la noche, que las tinieblas acallen el ardor. Pero lo envuelve
el sueño. Lo acuna su amado campo de trigo inflamado bajo el sol hasta la
eternidad.
Y el alma del buen Vincent parte hacia la noche,
con alas membranosas de vampiro.(Cuento publicado en Axxón, febrero 2013: http://axxon.com.ar/rev/2013/01/amarillo-maria-laura-sanchez/)
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