En la primera tarde del otoño invoco palabras.
Quiero palabras
que huelan a
agua estanca, a pesadillas
y a ruiseñores
muertos bajo la hojarasca.
Acaso pueda
revelar en este poema
mi destino de
Caperucita,
este desangrarme
entre colmillos de lobo,
los ojos de la
bestia acechando
desde los
nevados abetos de un cuento
o desde mis
propias honduras.
Tal vez vengan a
mí
aquellos
vocablos que me permitan hablar
el idioma que
gruñó Lycaon.
En un claro del
Bosque Negro,
una noche de
plenilunio
y a la luz de
las hogueras,
bebí del arroyo
que saciaba al licántropo.
Allí fui marcada
con el antiguo pacto,
y entonces ya
nada me perteneció.
Ni la carne. Ni
la poesía.
¡Ah! Solo
permanecen
las marejadas de
mi infancia
convocándome
desde fosas abisales.
En la estación
de los lobos
hoy pronuncio un
hechizo:
Que todos los
lúgubres espejos de mis días
devengan trizas.
Que las lluvias
restañen mis heridas,
y que me
atraviesen mil veces puñales de plata.
¿Qué arcanas
fórmulas
me devolverán la
inocencia?
¿Aún podrán
salvarme las pócimas?
No: ya ningún
leñador
me rescatará de
las entrañas del lobo,
ningún vampiro
acudirá en mi socorro.
Nunca jamás.
Palabra a
palabra,
verso a verso,
iré por la vida
devorándome el otoño.
¿Y si sepultada
por estas rojas vestiduras
he ocultado
siempre una bestia hambrienta?
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