¡Bienvenidos, vampiros!


jueves, 9 de mayo de 2013

Acecho del tiempo a la memoria


A veces evoco entre sueños
el árbol preferido de la plaza.
Mi árbol. El monstruo que tanto temían
perros, niños, adultos.
Tal vez haya sido
por su fantasmal apariencia:
las raíces se desbordaban
hacia lo más hondo de la tierra.
Las ramas apuntaban al cielo,
atrapaban murciélagos
y les gritaban silenciosamente a las nubes.

Pasaron veinte años,
y ahora traspaso aquellos umbrales en tinieblas
que cercan la memoria.
Ya no trepo a mi árbol.
Sólo arrastro los pies
por caminos de rompecabezas:
las baldosas rotas se mueven,
tratan de modelar las antiguas veredas,
como si el tiempo jamás hubiese pasado por ellas.
Y ese signo me configura
en la niña que fui
en todas las plazas del universo.

El árbol sigue aquí.
Y yo también sigo aquí, pensando
en que las caídas de la vida
deberían doler tiernas como las de la infancia.
Ojalá este trastabillar mío
—siempre por los ácidos manzanares del recuerdo—
sea como los dulces tambaleos
de una niña que recién ha empezado a caminar.

Pero, de vez en vez, vuelvo la vista atrás
porque alguien me llama en la lejanía,
me nombra con soplos de ceniza:
María Laura dice, María Laura,
los caballos de la calesita están llorando.

¿Será la voz de mi madre?

¿O seré acaso yo misma
desde la niña adulta que fui
y la adulta niña que soy?

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