Bruno tomó su pañuelo y restañó con ternura el cuello de Victoria: la sangre dibujaba trazos desparejos sobre la piel blanquísima.
Afuera ardía el carnaval veneciano bajo la helada madrugada de invierno: la anteúltima noche para las orquestas, los trajes de colores, los enmascarados que deambulaban entre la llovizna por las calles laberínticas.
Bruno la besó, la mordió. Ella no se quejó. Él la besó de nuevo, la abrazó.
Desde el primer día, supo que ella traería la salvación, que ella traería la perdición.
Se acercaba el alba.
—Tiene que haber una manera, amor mío —Victoria se quedó mirando, ausente, la luz naranja que entraba en la alcoba—.Ya se ha cumplido un año de la noche en que nos vimos por primera vez, entre arlequines y dominós.
Bruno se acercó a la ventana: una remota Venecia aún mojada brillaba como hecha de metal.
—Todos me odian y me desprecian, Victoria, pero tú me amas. En Bulgaria rodearían mi tumba con rosas salvajes. En Rumania me arrancarían el corazón y lo cortarían en dos. En Bavaria… —Bruno hizo una pausa—. Mejor no pensarlo. ¿Y en Prusia? Volcarían aborrecibles semillas de amapolas sobre mi túmulo. Y pensar que yo iría una y cien veces a todos esos lugares, para morir una y cien veces si ya no puedo estar contigo.
La despedida fue muy breve.
Bruno partió con un débil aleteo en el silencio del amanecer.
La mañana helaba Venecia, desde el Gran Canal hasta el Puente de Rialto. Él sobrevoló la ciudad, La Fenice, el Palazzo Ducale. Con los primeros rayos del sol, Bruno pensó en qué triste debió haber sido para sus primeros congéneres no poder ver la luz.
Del otro lado del río, planeó sobre la cúpula de Santa María Della Salute, una de sus guaridas predilectas. Oculto en la torreta del casquete, contempló el movimiento del mundo y de sus pobres habitantes, las ondulantes aguas del canal, los susurrantes puentes de Venecia.
“Renunciaré a todo”, se dijo. “Por ella”.
Sí: renunciaría a deambular por las noches infinitas. Renunciaría a ser cuervo, lobo y niebla. Y recordó cómo se veía la vida con los ojos de un búho. Y pensó: “Ya no me esconderé en las arañas, en las ratas. Ya no moraré en el negro abismo”.
Y el viento le murmuró un áspero escalofrío: la lejana voz del Padre.
Abandónala, hijo.
La voz del Antiguo sonaba pausada, ronca, primitiva.
Abandona a aquella mortal criatura.
Y la voz siguió cruzando las Arenas Oscuras de la Gran Comunidad.
—Por qué abandonarla, Padre, si yo la amo. La amo más que a nada.
Y la voz conminaba en el viento:
Debes dejarla, hijo mío. Tú conocías las leyendas y el riesgo. Sabías que, una vez cada mil años de la Tierra, se suscita un humano que al ser mordido no se convierte en uno de nosotros.
—Padre, valdría la pena dar a cambio…
No olvides —interrumpió el Antiguo— que has roto la primera y más importante de nuestras seis tradiciones: “No revelarás jamás tu verdadera naturaleza a los que no son de tu sangre”. —El Padre hizo una pausa. Cuando habló de nuevo, la voz fue aún más severa—: No puedes volver a estar con esa mujer. Hace un año te lo advertí. Hoy te lo ordeno, hijo mío, con toda mi potestad. Si me desobedeces de nuevo, no podré evitar el castigo. Serás una deshonra, pero tendrás derecho a sufrir la pena que te impondré.
Y la voz se apagó, suave.
La pena, se dijo Bruno, descansando la cabeza en una de las balaustradas. El castigo. La tradición.
Y recordó el Libro Sagrado: estaba esperándolo en la Gran Comunidad, atesorado bajo siete llaves en las tinieblas más absolutas.
El Libro Sagrado de los No-Muertos podía ser consultado sólo una vez, y sólo con la aquiescencia del Antiguo.
Bruno se hundió en las mohosas catacumbas hasta la biblioteca.
“Debe existir una forma de volverla uno de los nuestros”, pensó, escrutando los pasadizos. “Y también debe existir una forma de volverme yo mismo uno de ellos”.
Atestados de volúmenes y pergaminos, los anaqueles se desvencijaban amenazantes, volcando el polvo y las arañas en los corredores como si de secretos malditos se tratara. Una tenue luz se sugería desde el fondo. Bruno caminó hacia ella: sobre el scriptorium, el descansaba Libro Sagrado. Apenas unas gotas de sangre —de su sangre— bastaron como sacrificio, y el libro cedió a las manos que lo alzaban.
Bruno abrió esa caja mágica —en su antiguo corazón, la culpa palpitaba—. Con cuidado, con devoción, hojeó tres mil años de historia vueltos desquebrajados papiros: tres mil años de oscuros rituales se insinuaban, acechaban desde el papel amarillento. El grimorio, dividido en tres épocas, se iniciaba con el Cuaderno de las Sombras; en él encontró Bruno el Ceremonial del Espejo. Desde el papel y en la oscuridad de la gruta, el Hechizo del Castigo se destacó con una luz propia y maliciosa:
“Debe existir una forma de volverla uno de los nuestros”, pensó, escrutando los pasadizos. “Y también debe existir una forma de volverme yo mismo uno de ellos”.
Atestados de volúmenes y pergaminos, los anaqueles se desvencijaban amenazantes, volcando el polvo y las arañas en los corredores como si de secretos malditos se tratara. Una tenue luz se sugería desde el fondo. Bruno caminó hacia ella: sobre el scriptorium, el descansaba Libro Sagrado. Apenas unas gotas de sangre —de su sangre— bastaron como sacrificio, y el libro cedió a las manos que lo alzaban.
Bruno abrió esa caja mágica —en su antiguo corazón, la culpa palpitaba—. Con cuidado, con devoción, hojeó tres mil años de historia vueltos desquebrajados papiros: tres mil años de oscuros rituales se insinuaban, acechaban desde el papel amarillento. El grimorio, dividido en tres épocas, se iniciaba con el Cuaderno de las Sombras; en él encontró Bruno el Ceremonial del Espejo. Desde el papel y en la oscuridad de la gruta, el Hechizo del Castigo se destacó con una luz propia y maliciosa:
Cuando una criatura no-muerta deshonre las enseñanzas y principios de la Gran Comunidad, lo castigaréis con un ritual, en la última noche de Carnaval. Esa noche los espíritus de la oscuridad bajan a la Tierra disfrazados. Deberéis pedir ayuda a estos espectros mediante los espejos. Sólo los espejos pueden condenar al inmortal a las tinieblas de la muerte. Arrastrarlo hacia la morada de la putrefacción de la carne y de la repugnante existencia humana. Merece ser mortal, y mortal será.
Para hacerlo procederéis así: utilizaréis un poco de rosas, puesto que ellas tienen la capacidad de la transformación: ante la perfección de una rosa, todo se vuelve digno de mortalidad. Luego agregaréis sándalo e incienso, las fragancias preferidas de los dioses en todos los mundos. El cinamomo seducirá a los Engendradores de Mortales, y con un toque de miel endulzaréis una muerte segura…
Por último, el corrompido deberá tocar con sus manos el espejo encantado. Sin ello, no deberéis pretender jamás que el hechizo posible sea.
Cuando, horas después, Bruno se había hecho de los elementos que exigía el ritual, a lo lejos una estela de voz recorrió las profundidades:
No lo hagas, hijo. ¡No elijas el destino de los mortales!
—Te esperaba… —le susurró ella en las penumbras de su alcoba.
—He leído el Libro Sagrado, amor mío. Encontré un modo de ser como tú. Probaré la vida de los mortales. ¿Será tan dulce y dolorosa como dicen?
Entonces Bruno explicó el hechizo. Y, al mirar por la ventana el cielo sin nubes que se desplomaba sobre el Puente de los Suspiros, vio en esa caída un anuncio del destino que le esperaba, vio una premonición.
—No quiero hacerlo —dijo Victoria—. ¡No es justo!
—Victoria, ayúdame.
—¿Ayudarte? ¿Ayudarte a vivir para morir?
—Durante cientos de años vi pasar el tiempo de los vivos —Bruno hundió las manos en el talego—. Cientos de años que no han podido calmar mi sed. No tengo miedo, Victoria—. Tomó del costal un caldero de plata.
—¿Castigarte a ti mismo con la mortalidad? ¡No! Tal vez deberíamos esperar a que llegue de nuevo…
—…ésta es la última noche de Carnaval. Tiene que ser hoy, o no tendremos otra oportunidad.
Victoria movió los labios para hablar, pero ahogó las palabras. Bruno le alcanzó los haces de hierbas, y ella desanudó sus cintas de cuero. Tomó las rosas rojas. Y en sus manos, más blancas que la propia muerte, las flores parecieron sangre fresca.
En las calientes y perfumadas aguas, ya se mezclaban y quemaban los ingredientes del hechizo. Bruno ubicó el caldero frente al espejo de la alcoba.
—Ven, Victoria —dijo, y en el espejo su mirada hablaba de tristeza. De una tristeza y de una soledad más eternas y oscuras que la propia Comunidad.
—Creí —dijo Victoria— que no podías reflejarte en los espejos.
—Supersticiones… —Bruno sonrió apenas, la besó. Miró fijamente el cristal y repitió las palabras del hechizo—: En esta última noche de Carnaval, yo os invoco, desterrados espíritus. ¡Os invoco al espejo de luz! ¡En esta noche, yo soy El Amo y, por tanto, deberán revelarme cuanto os pida! ¡Hagan todo cuanto os ordene!
Los humos se esparcían desde el caldero, envolvían la habitación en una densa niebla.
El azogue reflejaba fantasmas de caras alargadas en ángulos imposibles, niños en cuerpos de animales. Enanos cubiertos por millares de púas, reptiles mutilados.
Victoria cerró los ojos.
Y la voz, el grito de Bruno:
—¡Y dormiréis, espíritus, hasta que yo os despierte, cumplid con las leyes sagradas! ¡Llevad de mí el bien más precioso: convertidme en una criatura mortal, desde hoy y para siempre! ¡Llevad a los abismos de la tierra toda la infinidad de la vida, llevad mi sangre eterna a los dioses y a los espíritus del fuego, el aire, el agua y la tierra! ¡Yo os doy vida, despertad!
Los espectros huyeron del espejo y rodearon a Bruno: manos ásperas y temblorosas que lo atravesaban, acaso para enlazarlo con fuerzas invisibles.
Victoria, aterrada, se acercó al cristal y lo rozó con dedos temblorosos. Y entonces ocurrió: fragmentos de su vida corrieron por el espejo. Vio su infancia en Sicilia, los campos verdes. Olió los azares de los árboles frutales, se encontró corriendo por las vides, una tarde de primavera. Sintió en los huesos el frío de la noche en que lo conoció a Bruno. Y toda esa sangre…
—¡No lo hagas! —gritó, y se arrojó contra el cristal. Cuando los puños lo quebraron, su vida reflejada en él se deshizo en fragmentos.
Guarecido en su cúpula de la antigua catedral, Bruno terminaba de comprender: volvía poco a poco a su no-muerte. El amor había interrumpido el proceso, y él seguía perteneciéndole a la Noche Eterna.
—¿Por qué, mi amor? —dijo, y se retorció en una punzada—. ¿Por qué lo hiciste?
Pero sólo oyó la voz del Padre:
—Déjala ya, hijo, no la acompañes en su existencia mortal. Es una criatura atada al tiempo y a la finitud. Su duda te ha salvado: te hubieses transformado en un miserable mortal. Pero volviste a desobedecerme.
—¡Padre…! —gritó Bruno apretándose las sienes.
—Te castigo, hijo mío. Te prohíbo pisar la tierra hasta el día de la muerte de Victoria.
Bruno advirtió que sus propios ojos se le cubrían con lágrimas de sangre. Era como si la temida estaca penetrase su corazón y su alma en forma definitiva.
La voz del Príncipe Vampiro seguía resonando implacable:
—La verás morir… para recordar por siempre cuán valiosa es tu inmortalidad. Esa será tu condena.
Como afelpado por el invierno que se resistía a marcharse, un débil batir de alas se insinuaba entre las nubes y la tiniebla.
Por los laberintos de Venecia habían pasado cincuenta carnavales desde aquella noche. Italia celebraba la posguerra, pero padecía una profunda crisis.
Entre tanto, miles de criaturas humanas habían discurrido y evolucionado por sus mojados adoquines. Miles de seres deliciosos, ensimismados en la deliciosa humedad de Venecia.
Y esta noche… Bruno lo sabía: era el último baile, la gran velada de la Piazza San Marco.
Gran noche de misterios, se dijo. Máscaras doradas que danzan, arlequines y colombinas y pierrots que se pasean soberbios.
Bruno flotó por la ventana abierta de la habitación. El añejo roble del piso crujió leve cuando él hizo pie, completada su metamorfosis.
—Victoria —dijo—, te eché de menos —y se arrodilló ante el lecho de la anciana.
Tendida, inmóvil, ella levantó débilmente un brazo y se quitó el antifaz. Su cara arrugada, cubierta de purpurina.
Bruno se acercó y la besó.
Victoria cerró los ojos y permaneció quieta.
Y en unos instantes sus cuarteados labios se abrieron.
—¡Mi amor! —dijo—. No me mires: soy una vieja.
—Y muy bella —Bruno la abrazó.
—Bruno, mi amor, creí que nunca volveríamos a vernos. Te pido perdón. No quise…
—¿Perdón por qué, Victoria?
—Interrumpí el hechizo. Pero no fue por duda. Nunca pretendí que renunciaras a la eternidad —relampagueaba su voz: la muerte no se hacía esperar.
—Lo sé, Victoria. Pero es bueno que lo sepas: tal vez el hechizo no hubiera funcionado. De todas formas, esta noche no se hizo para lamentarse. Es noche de despedidas: el invierno, el Carnaval. Nosotros.
Victoria apenas respiraba:
—Aún… —dijo—. Aún conservo un fragmento del espejo. Lo único que me ha quedado de esa noche, lo único que me ha acompañado todos estos años.
Sus ojos se entornaban.
—¡Victoria! —Bruno la sostuvo. Su fragancia, sus sedosos cabellos. ¿Era posible amar así?
Lloró, y sus lágrimas de sangre calaron las sábanas, el rostro de ella. Mojaron esos labios resecos.
La respiración de Victoria cesó. Del brazo extendido hacia él se abrió lánguidamente el puño, y la mano ensangrentada dejó caer ese destello agonizante de espejo.
Bruno lo tomó, limpió la sangre… y vio en él fragmentos de todas sus vidas: Babaria, Prusia, Transilvania, medianoches de huidas, hachas filosas brillando bajo la luna, crucifijos y miríadas de amapolas.
Lo soltó, horrorizado, y el trozo de espejo se estrelló contra el suelo.
El Carnaval se apagaba a lo lejos, una caja musical agonizando.
—Victoria —Bruno tomaba sus manos—. Cuánta vida me espera aún, cuánto dolor —y acarició su mejilla: un mapa del tiempo, del destino de los hombres.
Antes de irse, Bruno concedió a la muerta una última mirada: ella ardería por siempre en su corazón helado.
Con apenas el rumor de la seda de su capa, subió a la ventana para marcharse. Pero un fuerte dolor en las entrañas lo arrojó al suelo, rodó al pie del lecho de muerte de su amada. Reprimió una náusea. Quiso incorporarse, pero otra punzada lo obligó a encogerse.
Y después, la densa niebla, el aroma de las rosas envolviendo la alcoba.
Los espectros abandonaron el trozo de espejo. Uno a uno, volaron hacia Bruno y lo rodearon de sombras. Los espectros, esos horribles entes que habían esperado cincuenta años para que el hechizo se completara. Para ser de nuevo invocados por el no-muerto. Aguardando en los abismos a que el corrompido tocara con sus manos el espejo encantado.
Bruno se asió de una de las columnas del baldaquín. Se retorcía, se estrujaba, lo asfixiaban hálitos de podredumbre y cementerio. En medio de la convulsión, descubrió cómo el rostro de Victoria se iba iluminando, sonrosando. Los músculos se tensaban, la piel se alisaba, se perfilaban los rasgos de la juventud. Desaparecían la vejez, la lividez de la tumba.
—Victoria… —llamó desconcertado Bruno, asombrado de su propia voz centenaria.
Pero, entre la niebla, ella parecía dormir y soñar en silencio. El pecho tembló en un denso estertor. La boca se abrió apenas, los brazos y piernas se movieron.
—Victoria… —volvió a llamar Bruno, incrédulo—. ¿Amor, qué…?
Los intensos ojos azules de la muerta se abrieron. Nuevamente sobrevino en su piel la blancura más sepulcral. Sólo resplandecían en las sombras los vestigios de la brillantina.
Bruno se retorcía en el suelo:
—¡Victoria! —gritó—. ¡Contéstame!
Ella se levantó de pronto, se quitó las sábanas que la cubrían. Tersa, curvilínea, se balanceó en el frío del amanecer. Se llevó las manos a la cara, y las uñas largas y amarillentas recorrieron en inefable asombro las ondulaciones del rostro, cada línea del cuerpo.
Al claror de la mañana, la belleza de Victoria temblaba sorprendida: la pelirroja cabellera desordenada, los labios escarlata, las piernas marfileñas. Sensual y exquisita, Victoria había regresado.
Bruno sentía cómo la no-muerte le era arrancada del cuerpo, cómo tendones y músculos se abrasaban, los ojos se humedecían de rojo.
Los espectros volvieron al fragmento de espejo, que destelló unos instantes. La niebla se disipó. Bruno se alzó pesadamente. El dolor iba cesando, las manos se tornaban tibias, el corazón latía turbulento. Respiró hondo, y los pulmones se llenaron de aire: una agradable sensación de calor.
—¡Victoria, soy mortal!
Pero entonces advirtió que Victoria lo observaba. Había malicia en la mueca fantasmal que se apoderaba de la boca. Dos colmillos asomaron amenazantes.
—¿Quién eres? —preguntó ella, con una voz arrogante y desconocida—. ¡Quién eres! —repitió, acercándose como una pantera —¡Me devora una sed espantosa!
—¡Soy yo! ¡Tu Bruno! Has bebido mis lágrimas de sangre antes de morir. Te he salvado la vida, Victoria.
—Yo no tengo nombre —dijo la vampira, y se acercó más.
Sus manos membranosas acariciaron el rostro de Bruno. Sólo cuando miró en sus profundos ojos azules, él, exangüe, supo que ella ya no estaba ahí. Ese cuerpo, las manos, los ojos, ya no le pertenecían. Y tampoco a Victoria. Reconoció la mirada perdida en la sed eterna. Por un instante sintió pena. El único ser que lo había apartado de la oscuridad se había convertido en algo mucho peor que un monstruo.
Y, después, dos fríos y filosos colmillos se hundieron en su cuello.
“Adiós, Victoria”, pensó Bruno. Y se desvaneció.
Cuando hubo bebido toda la sangre, la no-muerta le clavó las uñas en el pecho y le arrancó el corazón.
(Cuento publicado en Axxón, marzo de 2013: http://axxon.com.ar/rev/2013/03/carnavales-en-venecia-marilau-sanchez/).
—He leído el Libro Sagrado, amor mío. Encontré un modo de ser como tú. Probaré la vida de los mortales. ¿Será tan dulce y dolorosa como dicen?
Entonces Bruno explicó el hechizo. Y, al mirar por la ventana el cielo sin nubes que se desplomaba sobre el Puente de los Suspiros, vio en esa caída un anuncio del destino que le esperaba, vio una premonición.
—No quiero hacerlo —dijo Victoria—. ¡No es justo!
—Victoria, ayúdame.
—¿Ayudarte? ¿Ayudarte a vivir para morir?
—Durante cientos de años vi pasar el tiempo de los vivos —Bruno hundió las manos en el talego—. Cientos de años que no han podido calmar mi sed. No tengo miedo, Victoria—. Tomó del costal un caldero de plata.
—¿Castigarte a ti mismo con la mortalidad? ¡No! Tal vez deberíamos esperar a que llegue de nuevo…
—…ésta es la última noche de Carnaval. Tiene que ser hoy, o no tendremos otra oportunidad.
Victoria movió los labios para hablar, pero ahogó las palabras. Bruno le alcanzó los haces de hierbas, y ella desanudó sus cintas de cuero. Tomó las rosas rojas. Y en sus manos, más blancas que la propia muerte, las flores parecieron sangre fresca.
En las calientes y perfumadas aguas, ya se mezclaban y quemaban los ingredientes del hechizo. Bruno ubicó el caldero frente al espejo de la alcoba.
—Ven, Victoria —dijo, y en el espejo su mirada hablaba de tristeza. De una tristeza y de una soledad más eternas y oscuras que la propia Comunidad.
—Creí —dijo Victoria— que no podías reflejarte en los espejos.
—Supersticiones… —Bruno sonrió apenas, la besó. Miró fijamente el cristal y repitió las palabras del hechizo—: En esta última noche de Carnaval, yo os invoco, desterrados espíritus. ¡Os invoco al espejo de luz! ¡En esta noche, yo soy El Amo y, por tanto, deberán revelarme cuanto os pida! ¡Hagan todo cuanto os ordene!
Los humos se esparcían desde el caldero, envolvían la habitación en una densa niebla.
El azogue reflejaba fantasmas de caras alargadas en ángulos imposibles, niños en cuerpos de animales. Enanos cubiertos por millares de púas, reptiles mutilados.
Victoria cerró los ojos.
Y la voz, el grito de Bruno:
—¡Y dormiréis, espíritus, hasta que yo os despierte, cumplid con las leyes sagradas! ¡Llevad de mí el bien más precioso: convertidme en una criatura mortal, desde hoy y para siempre! ¡Llevad a los abismos de la tierra toda la infinidad de la vida, llevad mi sangre eterna a los dioses y a los espíritus del fuego, el aire, el agua y la tierra! ¡Yo os doy vida, despertad!
Los espectros huyeron del espejo y rodearon a Bruno: manos ásperas y temblorosas que lo atravesaban, acaso para enlazarlo con fuerzas invisibles.
Victoria, aterrada, se acercó al cristal y lo rozó con dedos temblorosos. Y entonces ocurrió: fragmentos de su vida corrieron por el espejo. Vio su infancia en Sicilia, los campos verdes. Olió los azares de los árboles frutales, se encontró corriendo por las vides, una tarde de primavera. Sintió en los huesos el frío de la noche en que lo conoció a Bruno. Y toda esa sangre…
—¡No lo hagas! —gritó, y se arrojó contra el cristal. Cuando los puños lo quebraron, su vida reflejada en él se deshizo en fragmentos.
Guarecido en su cúpula de la antigua catedral, Bruno terminaba de comprender: volvía poco a poco a su no-muerte. El amor había interrumpido el proceso, y él seguía perteneciéndole a la Noche Eterna.
—¿Por qué, mi amor? —dijo, y se retorció en una punzada—. ¿Por qué lo hiciste?
Pero sólo oyó la voz del Padre:
—Déjala ya, hijo, no la acompañes en su existencia mortal. Es una criatura atada al tiempo y a la finitud. Su duda te ha salvado: te hubieses transformado en un miserable mortal. Pero volviste a desobedecerme.
—¡Padre…! —gritó Bruno apretándose las sienes.
—Te castigo, hijo mío. Te prohíbo pisar la tierra hasta el día de la muerte de Victoria.
Bruno advirtió que sus propios ojos se le cubrían con lágrimas de sangre. Era como si la temida estaca penetrase su corazón y su alma en forma definitiva.
La voz del Príncipe Vampiro seguía resonando implacable:
—La verás morir… para recordar por siempre cuán valiosa es tu inmortalidad. Esa será tu condena.
Como afelpado por el invierno que se resistía a marcharse, un débil batir de alas se insinuaba entre las nubes y la tiniebla.
Por los laberintos de Venecia habían pasado cincuenta carnavales desde aquella noche. Italia celebraba la posguerra, pero padecía una profunda crisis.
Entre tanto, miles de criaturas humanas habían discurrido y evolucionado por sus mojados adoquines. Miles de seres deliciosos, ensimismados en la deliciosa humedad de Venecia.
Y esta noche… Bruno lo sabía: era el último baile, la gran velada de la Piazza San Marco.
Gran noche de misterios, se dijo. Máscaras doradas que danzan, arlequines y colombinas y pierrots que se pasean soberbios.
Bruno flotó por la ventana abierta de la habitación. El añejo roble del piso crujió leve cuando él hizo pie, completada su metamorfosis.
—Victoria —dijo—, te eché de menos —y se arrodilló ante el lecho de la anciana.
Tendida, inmóvil, ella levantó débilmente un brazo y se quitó el antifaz. Su cara arrugada, cubierta de purpurina.
Bruno se acercó y la besó.
Victoria cerró los ojos y permaneció quieta.
Y en unos instantes sus cuarteados labios se abrieron.
—¡Mi amor! —dijo—. No me mires: soy una vieja.
—Y muy bella —Bruno la abrazó.
—Bruno, mi amor, creí que nunca volveríamos a vernos. Te pido perdón. No quise…
—¿Perdón por qué, Victoria?
—Interrumpí el hechizo. Pero no fue por duda. Nunca pretendí que renunciaras a la eternidad —relampagueaba su voz: la muerte no se hacía esperar.
—Lo sé, Victoria. Pero es bueno que lo sepas: tal vez el hechizo no hubiera funcionado. De todas formas, esta noche no se hizo para lamentarse. Es noche de despedidas: el invierno, el Carnaval. Nosotros.
Victoria apenas respiraba:
—Aún… —dijo—. Aún conservo un fragmento del espejo. Lo único que me ha quedado de esa noche, lo único que me ha acompañado todos estos años.
Sus ojos se entornaban.
—¡Victoria! —Bruno la sostuvo. Su fragancia, sus sedosos cabellos. ¿Era posible amar así?
Lloró, y sus lágrimas de sangre calaron las sábanas, el rostro de ella. Mojaron esos labios resecos.
La respiración de Victoria cesó. Del brazo extendido hacia él se abrió lánguidamente el puño, y la mano ensangrentada dejó caer ese destello agonizante de espejo.
Bruno lo tomó, limpió la sangre… y vio en él fragmentos de todas sus vidas: Babaria, Prusia, Transilvania, medianoches de huidas, hachas filosas brillando bajo la luna, crucifijos y miríadas de amapolas.
Lo soltó, horrorizado, y el trozo de espejo se estrelló contra el suelo.
El Carnaval se apagaba a lo lejos, una caja musical agonizando.
—Victoria —Bruno tomaba sus manos—. Cuánta vida me espera aún, cuánto dolor —y acarició su mejilla: un mapa del tiempo, del destino de los hombres.
Antes de irse, Bruno concedió a la muerta una última mirada: ella ardería por siempre en su corazón helado.
Con apenas el rumor de la seda de su capa, subió a la ventana para marcharse. Pero un fuerte dolor en las entrañas lo arrojó al suelo, rodó al pie del lecho de muerte de su amada. Reprimió una náusea. Quiso incorporarse, pero otra punzada lo obligó a encogerse.
Y después, la densa niebla, el aroma de las rosas envolviendo la alcoba.
Los espectros abandonaron el trozo de espejo. Uno a uno, volaron hacia Bruno y lo rodearon de sombras. Los espectros, esos horribles entes que habían esperado cincuenta años para que el hechizo se completara. Para ser de nuevo invocados por el no-muerto. Aguardando en los abismos a que el corrompido tocara con sus manos el espejo encantado.
Bruno se asió de una de las columnas del baldaquín. Se retorcía, se estrujaba, lo asfixiaban hálitos de podredumbre y cementerio. En medio de la convulsión, descubrió cómo el rostro de Victoria se iba iluminando, sonrosando. Los músculos se tensaban, la piel se alisaba, se perfilaban los rasgos de la juventud. Desaparecían la vejez, la lividez de la tumba.
—Victoria… —llamó desconcertado Bruno, asombrado de su propia voz centenaria.
Pero, entre la niebla, ella parecía dormir y soñar en silencio. El pecho tembló en un denso estertor. La boca se abrió apenas, los brazos y piernas se movieron.
—Victoria… —volvió a llamar Bruno, incrédulo—. ¿Amor, qué…?
Los intensos ojos azules de la muerta se abrieron. Nuevamente sobrevino en su piel la blancura más sepulcral. Sólo resplandecían en las sombras los vestigios de la brillantina.
Bruno se retorcía en el suelo:
—¡Victoria! —gritó—. ¡Contéstame!
Ella se levantó de pronto, se quitó las sábanas que la cubrían. Tersa, curvilínea, se balanceó en el frío del amanecer. Se llevó las manos a la cara, y las uñas largas y amarillentas recorrieron en inefable asombro las ondulaciones del rostro, cada línea del cuerpo.
Al claror de la mañana, la belleza de Victoria temblaba sorprendida: la pelirroja cabellera desordenada, los labios escarlata, las piernas marfileñas. Sensual y exquisita, Victoria había regresado.
Bruno sentía cómo la no-muerte le era arrancada del cuerpo, cómo tendones y músculos se abrasaban, los ojos se humedecían de rojo.
Los espectros volvieron al fragmento de espejo, que destelló unos instantes. La niebla se disipó. Bruno se alzó pesadamente. El dolor iba cesando, las manos se tornaban tibias, el corazón latía turbulento. Respiró hondo, y los pulmones se llenaron de aire: una agradable sensación de calor.
—¡Victoria, soy mortal!
Pero entonces advirtió que Victoria lo observaba. Había malicia en la mueca fantasmal que se apoderaba de la boca. Dos colmillos asomaron amenazantes.
—¿Quién eres? —preguntó ella, con una voz arrogante y desconocida—. ¡Quién eres! —repitió, acercándose como una pantera —¡Me devora una sed espantosa!
—¡Soy yo! ¡Tu Bruno! Has bebido mis lágrimas de sangre antes de morir. Te he salvado la vida, Victoria.
—Yo no tengo nombre —dijo la vampira, y se acercó más.
Sus manos membranosas acariciaron el rostro de Bruno. Sólo cuando miró en sus profundos ojos azules, él, exangüe, supo que ella ya no estaba ahí. Ese cuerpo, las manos, los ojos, ya no le pertenecían. Y tampoco a Victoria. Reconoció la mirada perdida en la sed eterna. Por un instante sintió pena. El único ser que lo había apartado de la oscuridad se había convertido en algo mucho peor que un monstruo.
Y, después, dos fríos y filosos colmillos se hundieron en su cuello.
“Adiós, Victoria”, pensó Bruno. Y se desvaneció.
Cuando hubo bebido toda la sangre, la no-muerta le clavó las uñas en el pecho y le arrancó el corazón.
(Cuento publicado en Axxón, marzo de 2013: http://axxon.com.ar/rev/2013/03/carnavales-en-venecia-marilau-sanchez/).
Genia Mariláu!!! El cuento es elegante, fino, redactado con mucho estilo. Es sentimental y perverso a la vez, sobre todo en su poderoso final. (Ahí se despejan todas las dudas, si las había, de que deja de ser una anécdota y se transforma en cuento ¿puede ser?) Me gusta siempre el matiz frío - calor. Esa idea que está desde el inicio caracterizando de alguna manera tb a los personajes, y lo que sucede previo al final: "Antes de irse, Bruno concedió a la muerta una última mirada: ella ardería por siempre en su corazón helado".
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Pablo! Me alegra mucho tu comentario. :)
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